'El canto del cisne', debut en el largometraje de Benjamin Cleary, ganador del Óscar en 2015 por su fantástico corto 'Tartamudo', es un ejemplo perfecto de cómo la enésima exploración del eterno conflicto entre vida, muerte y segundas oportunidades a través del filtro sci-fi puede trascender hasta convertirse en una de las mejores películas de su año.

Una pequeña joya emotiva, sensible, veraz y poseedora de unos valores cinematográficos impropios de un realizador primerizo.

Lo malo de que el cine —y, sobre todo, su recepción como espectador— sea un arte tan visceral es que, en ocasiones especiales, se hace muy complicado explicar cómo una película puede llegar a meterse bajo tu piel y tocar las teclas exactas para sobrecogerte e inundar tus ojos de lágrimas aparentemente sin esfuerzo; pero voy a intentar racionalizar al máximo posible mi experiencia para justificar por qué 'El canto del cisne' es una de las mejores obras que hemos visto dentro del género desde joyas como 'Ex-Machina' o 'La llegada'.

Todo comienza por las capas más "superficiales" —nótese el entrecomillado—; por unos valores de producción que exprimen hasta la última gota de presupuesto para moldear un universo futurista que apuesta por el minimalismo y la pulcritud.

De este modo, la dirección de arte y la magnífica fotografía de Masanobu Takayanagi —responsable de títulos como 'Spotlight' o 'Warrior'— se unen en una nueva muestra de que, con la precisión adecuada, el dicho que afirma que "menos es más" es una gran realidad.

A esto habría que sumar la labor de Cleary tras las cámaras como director y guionista. Más allá de su impoluta puesta en escena y su tratamiento de la cámara, que vira de la rigidez del trípode a la libertad plena con una naturalidad tremenda, el ejercicio de worldbuilding sobre el que se apuntala el universo de 'El canto del cisne' es ejemplar; aportando la información necesaria y los detalles clave para hacerlo creíble y para poder centrarse en lo verdaderamente importante: la emoción.

Y es que, si algo eleva a esta delicia a un nuevo nivel, es la veracidad de unas emociones que se transmiten con la más pura sencillez.

Aquí no hay cabida para melodramas azucarados recursos lacrimógenos, sino para reacciones tremendamente humanas, para un dilema moral universal con el que se conecta instantáneamente, para una empatía instantánea con unos protagonistas redondos y, por encima de todo, para una pareja de intérpretes principales que evocan todo lo mencionado con una intensidad desgarradora.

Mahershala Ali y Naomie Harris han dado vida a dos personas —que no personajes— que trascienden el fotograma para hacer su carne y huesos casi palpables; y lo han hecho sin ensayos ni lecturas de guión, limitándose a interiorizar sus roles y volcar todos los instintos y sensaciones absorbidas de un proyecto con más de diez años de trabajo a sus espaldas. 

Un pequeño milagro en el que los matices lo son todo, y en el que una lágrima aflorando en el momento adecuado se revela como el mayor efecto especial posible. Deslumbrante.

Fuente: Espinof


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